Escrito por Gustavo Irías/ Director Ejecutivo del CESPAD.
En horas de la mañana del 28 de agosto, en un operativo simultáneo, la Agencia Técnica de Investigación Criminal (ATIC), aseguraba las sedes principales del Partido Liberal y del Partido Nacional, símbolos relevantes del centenario bipartidismo. Los aseguramientos fueron ordenados por el Juzgado de Privación de Dominio, por solicitud de la UFECIC/MACCIH, como parte del proceso judicial del caso “Pandora”.
Este caso, hay que recordar, es el primer requerimiento que la UFECIC-MACIH ha podido llevar con relativo éxito ante los tribunales de justicia, vinculado al uso ilegal de recursos públicos para el financiamiento de campañas político-electorales.
Ante la histórica inmunidad, impunidad y abuso de poder de la elite tradicional, estos aseguramientos sorprendieron a la ciudadanía en general, pero especialmente a la misma elite política. Probablemente quien mejor expresó este asombro y enojo fue el diputado nacionalista, Oswaldo Ramos Soto, para quien “La intervención al Partido Nacional y Liberal es una situación sin precedentes en la historia de Honduras”, agregando que “Las instituciones son públicas y no delinquen, y por eso no pueden ser aseguradas, además la Constitución les da garantías, las que están irrespetando”.
Innegablemente esta acción de aseguramiento de las sedes de los partidos políticos tradicionales y de otros bienes de los involucrados en el caso “Pandora”, está inscrita en la actual política estadounidense hacia Honduras y el “Triángulo Norte”. Para entender este contexto, es necesario reconocer que la actual política estadounidense no es la misma que se implementó durante la guerra fría, específicamente de los años ochenta, mediante la cual promovió y facilitó redes de corrupción entre la elite y el crimen organizado[1], con el fin de bloquear el surgimiento de una oposición democrática interna, derrocar la revolución sandinista e impedir una eventual victoria política y militar del FMLN en El Salvador. Igualmente, en esa época e incluso en los años noventa e inicios del dos mil, toleró las abiertas, como descaradas, prácticas corruptas de las elites en la malversación de los caudales públicos.
Sin embargo, su actual interés de seguridad nacional le exige acorralar y desplazar a un sector de la elite tradicional, probablemente el más corrupto y, por ello mismo, el más incómodo. Pero eso no implica facilitar la modificación, como tampoco poner en riesgo, el estatus quo prevaleciente en Honduras, que es funcional a los intereses estadounidenses. Por eso mismo, en el fondo no es una simple estrategia contra la corrupción, de hecho hay un interés por reconfigurar las fuerzas política internas. De ahí que no haya sido una casualidad que las acciones de aseguramiento coincidieran en el mismo día y hora, con la suscripción del acuerdo para inicio del diálogo político entre el Partido Nacional, Partido Liberal y Salvador Nasralla.
Para profundizar en este análisis, es importante poner en claro cuál es esta nueva política exterior estadounidense para el “Triángulo Norte”.
El interés de los Estados Unidos en la lucha contra la corrupción
La Conferencia de Prosperidad y Seguridad en Miami, Florida, celebrada el 15 de junio del 2017, es el punto de partida de la actual administración Trump para delinear su política en el “Triángulo Norte”. Es la continuidad de la política de la administración Obama, en sus ejes por la seguridad y la lucha contra la corrupción pero colocando, ahora con mayor fuerza, el énfasis en la contención de la inmigración.
Rex Tillerson, Secretario de Estado en ese momento, aseguraba en esa Conferencia que “una América Central más segura y más próspera será muy útil para poner coto a la inmigración peligrosa e ilegal, vencer a las pandillas y el narcotráfico, así como poner fin a la corrupción de las economías”.
Pero quién mejor ha expresado el interés de la actual administración en la lucha contra la corrupción ha sido Kenneth Merten, subsecretario adjunto del Departamento de Estado, quien en el reciente mes de julio, en una audiencia del Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes, explicó que «Nuestra táctica en esa zona tiene el foco en trabajar para prevenir la corrupción y reforzar la capacidad de las autoridades locales en la batalla contra el crimen» para que sus habitantes no tengan que escapar a Estados Unidos. Para Merten, la corrupción «corroe las instituciones y la confianza en la democracia» y provoca que la gente escape buscando mejor vida.
Visto de esta manera, la amplia y descontrolada “gran corrupción pública”, expresada en redes públicas-privadas y con algunos carteles del crimen organizado, es percibida como una grave amenaza a la seguridad estadounidense. En tanto, profundiza la pobreza, desigualdad y falta de oportunidades, expulsando fuertes contingentes de la población al mercado laboral informal estadounidense.
Sin embargo, es importante resaltar que las prácticas corruptas que hoy pretende combatir la administración Trump, son prácticas similares a las promovidas y alentadas en el pasado por diferentes administraciones estadounidenses, las que involucran directamente a sus viejos aliados.
De allí que lo novedoso de la actual política de los Estados Unidos es su enfoque hacia un sector de la elite política tradicional, fieles aliados en la guerra fría, pero a quienes ahora considera que deben ser reemplazados en su influencia y roles de dirección en la política partidaria y sometidos a la justicia.
Pero, complementariamente, y al estilo de la tradición estadounidense, esta política no deja de lado a quienes consideran sus enemigos ideológicos o amenazas para su influencia hegemónica en lo que considera su “patio trasero”. Esto explica el reconocimiento del régimen surgido del fraude electoral en Honduras en noviembre del 2017, desconociendo el triunfo electoral de la Alianza de Oposición. El último hecho indica que esta nueva política estadounidense podría retomar las estrategias del pasado en la región, caracterizadas por el reconocimiento estadounidense de los fraudes electorales, gobiernos autoritarios y dictatoriales, si su “interés nacional” y preferencia ideológica así lo determinan.
En todo caso, la administración estadounidense posee varios instrumentos para desarrollar su política anti-corrupción en la región, algunos ya en funcionamiento y otros aún en proceso de implementación. Estos son el todavía vigente Plan Alianza para la Prosperidad, junto con sus condicionamientos para el desembolso del financiamiento. Dentro de esos condicionamientos, por lo menos el 50% tiene que ver con el cumplimiento de requerimientos en la lucha contra la corrupción (fortalecer la independencia del poder judicial y cooperar con la comisiones contra la corrupción –MACCIH-, entre otras).
También dispone de la Ley Magnitsky, que se aplica a ciudadanos vinculados en hechos de corrupción y violación de los derechos humanos, y que tiene como consecuencia la “muerte financiera” de las personas afectadas (congelamiento de cuentas bancarias nacionales e internacionales). Esta ley fue recientemente empleada contra 6 funcionarios públicos centroamericanos, incluido en esa lista el actual diputado del Partido Nacional, Oscar Najera. Finalmente, en espera de implementación se encuentra la enmienda a la Ley de Autorización de Defensa Nacional (NDAA), que obliga al Departamento de Estado, en coordinación con el Secretario de Defensa, a confeccionar, a más tardar el mes de enero del 2019, una lista de los funcionarios públicos de Honduras, El Salvador y Guatemala involucrados en actos de corrupción y en la utilización de fondos ilícitos para el financiamiento de sus campañas electorales.
La lucha contra la corrupción y la reconfiguración de fuerzas políticas en Honduras
Líneas arriba se indicaba que no era casual que el aseguramiento de las sedes de los partidos políticos tradicionales coincidiera con el acuerdo para el inicio del diálogo político. Esto acontece porque existe una relación directa entre la política anticorrupción estadounidense y el esfuerzo por reconfigurar el sistema político, y el diálogo político es uno de los tantos espacios para trabajar en esa dirección.
Probablemente su mayor interés apunta a facilitar la estructuración de una nueva oposición, en la misma matriz del bipartidismo, aportándole legitimidad al liderazgo de Luis Zelaya en la lucha interna que libra contra otros sectores liberales (su principal rival, Elvin Santos, es uno de los políticos requeridos por el Ministerio Público en el caso “Pandora”). Igualmente, aportar legitimidad a Salvador Nasralla (aún sin partido político) para aproximarlo a Luis Zelaya, a partir del convencimiento de ambos de que sólo en alianza pueden derrocar al Partido Nacional. De esta manera, el gobierno estadounidense estaría viabilizando una oposición más próxima al ideario estadounidense y tendría un actor de recambio en la conducción del Estado hondureño para reemplazar al Partido Nacional, el que se ha constituido en un incómodo aliado en la actual realidad regional.
De más está decir que el propósito principal de esta política sería debilitar la oposición encabezada por LIBRE y sus aliados más cercanos a quienes considera poco confiables, por no decir indeseables, en su actual estrategia en el “Triángulo Norte”. Esto se reforzaría por su marcada preocupación por la apertura de relaciones del gobierno de El Salvador con la China Continental y su advertencia a la actual administración hondureña de los riesgos que significaría si toma los mismos pasos.
No sería la primera vez que el gobierno estadounidense intenta “desde fuera”, reconfigurar a su favor las fuerzas políticas internas de un país. Uno de los ejemplos más ilustrativos en la región está en El Salvador. En los inicios de la guerra civil en los ochenta, ante el creciente apoyo popular a las organizaciones político-militares de izquierda, desplazó al histórico partido de la oligarquía salvadoreña, Conciliación Nacional, al que había acompañado en recurrentes fraudes electorales y golpes de Estado. En su lugar facilitó la alianza entre la Democracia Cristiana, los pequeños partidos socialdemócratas y los militares, instalando en el poder un gobierno reformista que impulso la reforma agraria y otras reformas sociales.
Sin embargo, la política estadounidense no es necesariamente la figura de un titiritero que con sus cuerdas mueve a su antojo a sus marionetas, las fuerzas internas también determinan con sus propias dinámicas, el curso de la historia.
En la actual coyuntura histórica de Honduras está planteada la necesidad de un cambio en la conducción de la gestión pública, lo que necesariamente implica el reemplazo de la elite actualmente en el poder, o más bien de sus representantes políticos. Tal como se están moviendo las reales fuerzas políticas, la disyuntiva dibujada en el horizonte es si ese reemplazo se opera en la misma matriz del status quo o bien, implica una recuperación y transformación de la democracia.
Las fuerzas que pugnan por la transformación de la democracia se desenvuelven en una compleja coyuntura no solo nacional, sino que regional (por lo menos a nivel del “Triángulo Norte”). La histórica política intervencionista de los Estados Unidos hacia Centroamérica es cada vez más directa y descarnada, pero, asimismo, la obstrucción de la corrupta elite tradicional a esa política es cada vez más agresiva.
El hecho más reciente y significativo de esa oposición es la decisión del presidente guatemalteco Jimy Morales, con el apoyo visible del alto mando militar y policial, a no extender el mandato de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG-. A eso se suman los pactos de impunidad generados por la elite hondureña, en el seno del Congreso Nacional y las maniobras de la elite política salvadoreña por controlar organismos claves en la administración de la justicia.
Así que, un gran desafío para la oposición democrática es cómo efectivamente diferenciarse de la elite corrupta frente al intervencionismo estadounidense, tomar con decisión las banderas de la lucha contra la corrupción, como lo demanda la gran mayoría de la ciudadanía, sumar y articular fuerzas en torno a un programa viable de urgentes reformas democráticas.
A manera de cierre
Como ha sido común en la historia del país en los últimos 150 años, la política exterior estadounidense es parte esencial de la política nacional. Pero como nunca antes esta política está afectando directamente a segmentos de las elites dominantes. Esto inevitablemente está conduciendo a una profundización de las diferencias al interior de las elites y especialmente en el bipartidismo, pero también a un mayor escalamiento de la crisis nacional heredada desde el golpe de Estado del 2009. Para los próximos meses será esencial dar seguimiento a cómo continua expresándose la política anti-corrupción estadounidense y sus implicaciones internas, así cómo se reconfigura la elite en sus expresiones tradicionales y renovadoras, igualmente, si logra reinventarse la oposición democrática y sobreponerse al aislamiento al que pretende orillarla los estrategas de Washington.
[1] Una detallada descripción de como se constituyeron y operaron estas redes en: https://es.insightcrime.org/images/PDFs/2016/Elites_Crimen_Organizado_Honduras.pdf. Págs 22-45