Tomando de: https://contracorriente.red/2017/11/22/la-pulcritud-la-politica-las-mujeres-las-elecciones-honduras/
“La política es un espacio de poder que se pierde o se gana, pero actuar en política y avanzar empodera siempre a quien lo hace. La política puede ser un recurso de empoderamiento para las mujeres” – Marcela Lagarde
Texto: Carmen H. López, Diana Sabillón, Andrea Nuila H., Dominique Galeano.
¡Ay, qué ingenua, compañera! Hay que resignarse, esos espacios son anti-mujeres. La experiencia de nuestras compañeras nos ha enseñado que no es posible. Entonces, ¿cómo participa una feminista de la política del país en el único partido de izquierda de Honduras? No lo sabemos. No existe un manual. Pero hay un debate que tenemos que dar camino a las urnas este domingo 26 de noviembre.
En este contexto de elecciones, la discusión planteada por algunas feministas se dirige a hacer una crítica a Libre (Partido Libertad y Refundación). Columnas que llaman -directamente- a no votar. Discursos que nos alejan de procesos que bien podrían contribuir a la emancipación política de las mujeres. Porque participar en cualquier partido político, aseguran, sería una grave inconsistencia. ¿Pero esto último, no refuerza la idea -hoy caduca- que la política es un espacio que no nos pertenece?
La pregunta sobre la participación partidaria de las mujeres es tan vieja como la discusión sobre el derecho al voto femenino en Honduras. Entre líneas hay una historia de exclusión social y de invisibilización que marginaliza a los movimientos de mujeres a pesar de su abnegada permanencia en las luchas del movimiento social.
Graciela García, dirigente obrera y reconocida por su lucha por los derechos de la mujer, escribía con razón en 1931, que “el sufragio, que es una conquista de la democracia, está supeditada a la burguesía, que posee todos los medios de propaganda, cohesión y engaño, para ejercerlo en beneficio de su hegemonía. La clase explotada, obreros y campesinos pobres forman la mayoría del pueblo hondureño; sin embargo esta mayoría nunca se ha visto representada en un Congreso, en una de esas reuniones, en que según la expresión burguesa, se defienden los intereses del pueblos[2]”
Rina Villars ha señalado en su recorrido por el sufragismo en Honduras, los argumentos a los que acudían algunas mujeres en ese contexto, para justificar su desinterés hacia la lucha por el voto femenino. Por un lado, constituía para ellas una práctica corrupta y viciada de la cual debían estar apartadas las mujeres “para no contaminarse con su vaho venenoso”. Y por otro, era un medio inútil para resolver los problemas esenciales de las mujeres. El resultado era que las que buscaban el voto femenino eran vistas como “utopistas desconectadas de la realidad e idiosincrasia hondureña”.[3]
Es bastante curioso para estas discusiones, que el voto femenino fuese concebido como un reclamo objetivamente válido para la lucha por la igualdad, pero que a la vez entre las mismas mujeres intelectuales haya predominado el rechazo a votar. El peligro, en esos años, era que “sus virtudes y su potencial transformador se contaminaran en la atmósfera viciada de la política hondureña.”[4]
Es cierto que siempre resuenan esas lógicas absurdas que sugieren que por una naturaleza femenina, la mujer está imposibilitada de hacer política. Cómo olvidar a uno de los ejemplares más conservadores y sexistas, el diputado nacionalista Oswaldo Ramos Soto, asegurando que las mujeres no debían participar en política porque -vaya una a saber qué método de investigación utilizó- van con más frecuencia al baño. Así, en medio de lo más absurdo del patriarcado, las feministas hemos logrado ocupar múltiples espacios de la política hondureña que han sido determinantes para transformar la condiciones en las que viven las mujeres. La apertura de espacios que ahora nosotras ocupamos y transformamos es una herencia innegable de las luchas de las que nos anteceden. Que la participación de las mujeres en la esfera pública implica un daño a las supuestas “virtudes femeninas” no puede ser considerado un planteo feminista.
El Estado liberal es una institución androcéntrica y misógina, es además clasista, colonialista y racista. Pero si cualquier relación con el Estado es abominable, ¿por qué se consideraría más estratégico el trabajo de incidencia política que realizan las organizaciones de derechos humanos, que la pretensión de ocupar un rol activo dentro de esas mismas instituciones a las que se les exige derechos? Entonces, vale la pena abordar el debate con sinceridad, reconocer que todas caminamos en espacios machistas e imperfectos.
¿Es en realidad la participación activa en una estructura formal y funcionalmente androcéntrica el problema? O ¿Son algunos “espacios patriarcales” más válidos que otros? ¿Las luchas de algunas mujeres más importante que otras?
A la espera de la llegada de ese espacio óptimo, con condiciones ideales para participar en la política partidaria. Desde esa pulcritud idealizada, el partido como espacio, genera una aversión especial, inclusive en comparación con los del movimiento social, sociedad civil y cooperación internacional. Algunos juicios morales que se emiten en contra de Libre parecen sugerir que participar en la política partidaria implica necesariamente la “contaminación” del proyecto que busca la emancipación de las mujeres. A las “electoreras”, se les señala no por capacidad política o estratégica, sino por ingenuas u oportunistas, que están en función y servicio del otro. La incomodidad es aún más estricta si las mujeres se deciden por un cargo de elección popular. Casos como los de Beatriz Valle, Scherly Arriaga o Suyapa Martínez, son ejemplos de mujeres que difícilmente podrán escapar de ser condenadas de haber fallado el test de un feminismo puro y absoluto, solamente considerado como tal cuando se practica en lugares donde se insinúa que hay un déficit de misoginia.
También corresponde aceptar con honestidad que todos los espacios donde hacemos política son propicios de avalar y fomentar actitudes patriarcales. Pero aceptar esto implica admitir que no se miden ambos espacios con la misma rigidez con la que algunos liderazgos del espacio social promulgan su altura moral, puesto que de lo contrario, el abandono de esas plataformas, convergencias, redes, movimientos, también sería un asunto en cuestión.
El efecto boomerang de este sesgo puede resultar contraproducente si en nuestro afán por “salvarnos de la suciedad política”, hemos llegado a transmitir el mensaje de que las mujeres en actividad partidaria no tienen el potencial de embarcarse en actos de transgresión en los espacios que se encuentran a su alcance. Un error más que nos aleja a las feministas de otras mujeres que deciden luchar por nuestros derechos aunque el espacio les resulte incómodo y las exponga a diferentes actos de violencia.
Además, ¿estamos en realidad sugiriendo que las mujeres somos seres pulcras y gentiles ,que por ello solo podríamos hacer política en espacios que hemos denominado como feministas? ¿Acaso en los espacios feministas las relaciones son por naturaleza benevolentes, tolerantes y solidarias? Muchas afirman que así lo son, a pesar de repetir que “las otras” carecen de astucia y consistencia, están perdidas y/o derrotadas, ya sea por torpeza política o por haberse dejado engañar por la política masculina.
Es paradójico en este sentido, que el concepto de sororidad reiterado en los debates feministas, solamente resulte válido cuando existe una total aquiescencia política. El concepto de sororidad “no quiere decir que nos debemos querer mucho, que tenemos que estar de acuerdo, o que seamos amigas,”[5] lo que se ha planteado bajo esta figura ha sido más bien la posibilidad de realizar pactos políticos para abolir la misoginia entre mujeres. En ese sentido, hay un principio ético y político al que apelar pero cuya intención no es finalmente imponer la validez de una estrategia política por sobre otra, ni homogeneizar a un grupo que se construye y crece a partir de sus diferencias. No nos podemos limitar a emprender una única lucha que pretenda representarnos a todas. No sería posible. Nos encontramos en todas las capas sociales, de forma que el uso de todas las herramientas que nos ayuden a llevar a cabo transformaciones que alcancen al mayor número posible de mujeres, es necesario.
La repulsión moral para justificar la distancia hacia ciertos espacios políticos dificulta la reflexión activa sobre la realidad del quehacer político androcéntrico y sexista en cada uno de los partidos y espacios en los que converge el movimiento social. Nos aisla de una realidad y restringe de hacer una evaluación verdadera sobre el capital político y estratégico a nuestra disposición o de un balance sobre el fracaso de las políticas reformistas.
Los sueños no caben en las urnas, ni deberían. Las elecciones son sólo parte de un proceso político -que sin duda afecta la vida de todas las hondureñas-, no excluye los demás procesos de cambio que tenemos en construcción.
Nuestros sueños tampoco caben en las ONGs, en el lugar pasivo que nos asigna la retórica de los derechos o únicamente en la luchas sociales. Se trata entonces de unirnos desde esos espacios, porque ni nosotras somos pulcras, ni la política inmoral, “ni las herramientas son nuestras, ni tampoco son totalmente del amo”. El desafío de la lucha feminista es superar las papeletas, hacer política más allá de nuestra zona de confort y ocupar los diferentes espacios, públicos y privados, en los que se disputa el poder. De lo contrario, ¿cómo podemos avanzar en la transformación de la realidad?
“Nadie aprende a nadar si primero no se tira al agua y hace el ejercicio indispensable que exige la natación. Por eso las hondureñas haremos nuestro aprendizaje de sufragistas echando papeles en las urnas.” Lucila Gamero de Medina
[1] Claves feministas para liderazgos entrañables, pág.97.
[2] Ver en Rina Villars Para la casa más que para el mundo: Sufragismo y Feminismo en la Historia de Honduras, pág. 276.
[3] Idem,, pág. 281.
[4] Idem,, pág. 286.
[5] Claves feministas para liderazgos entrañables, pág..