Escrito por: Annie Bird y Alexander Main. New York Times.
Washington, D.C. – Era una noche oscura y sin luna. Un pequeño barco de pasajeros casi había llegado al final de su viaje de seis horas corriente arriba cuando en lo alto aparecieron helicópteros y otro bote surgió. Se oyeron disparos y las balas alcanzaron a varios pasajeros. Hombres, mujeres y niños aterrados saltaron al agua mientras una ametralladora les disparaba desde un helicóptero. Cuatro personas murieron; entre ellos se encontraban dos mujeres y un niño de 14 años. Varios más resultaron heridos.
Pudo haber sido otra escena trágica y sangrienta en Siria, Sudán del Sur u otro lugar postrado por la guerra. Pero este terrible incidente ocurrió en la tranquila comunidad de indígenas Miskitos en Ahuas, Honduras, durante una misión de combate al narcotráfico en la que participaron agentes de la Administración para el Control de Drogas (DEA, por su sigla en inglés), una unidad policiaca de Honduras, validada por Estados Unidos, y helicópteros del Departamento de Estado artillados con ametralladoras.
La policía hondureña y la DEA declararon que en el bote de pasajeros viajaban narcotraficantes que dispararon primero. Sin embargo, los lugareños relataron una historia distinta, diciendo que se trataba de un taxi acuático con civiles desarmados sin vínculos con el narcotráfico.
Semanas más tarde viajamos a Ahuas y trabajamos con defensores de derechos humanos hondureños para recabar los testimonios de los pasajeros. Una madre desconsolada narró cómo mataron a tiros a su hijo adolescente frente a ella. Una enfermera nos contó sobre su hermana muerta, quien estaba embarazada, y sus esfuerzos para cuidar a su sobrina y su sobrino huérfanos.
Los testimonios que reunimos indican que los pasajeros se encontraban en el río por razones legítimas. Los recuentos de varios testigos señalaron que los agentes de la DEA dirigieron la operación. En Washington, los portavoces de la DEA y del Departamento de Estado insistieron en que la operación había sido encabezada por Honduras y que los agentes antinarcóticos dispararon en defensa propia.
Cinco años más tarde, la versión de los funcionarios estadounidenses fue refutada por completo a través de una investigación gubernamental en la que se examinó el tiroteo de Ahuas y otros dos incidentes letales con armas en Honduras.
El informe, publicado en mayo por los inspectores generales de los Departamentos de Estado y Justicia, ofrece una perspectiva sorprendente al hermético mundo de la ayuda para la seguridad por parte de Estados Unidos en Centroamérica.
Los inspectores no encontraron evidencia creíble de que quienes viajaban en el pequeño barco hubieran disparado. El testimonio del testigo de la DEA, en el que se insinuó lo contrario, no resultó en absoluto fiable, como ya lo sabían los funcionarios.
La unidad de policía hondureña, validada por Estados Unidos, no estaba “altamente capacitada y validada”, como lo afirmaron los funcionarios y, en realidad, los agentes de la DEA “mantuvieron el control principal” de la misión. Un artillero hondureño de uno de los helicópteros abrió fuego después de que los agentes estadounidenses se lo ordenaron.
Además, los inspectores descubrieron que funcionarios de la DEA y del Departamento de Estado despistaron deliberadamente al Congreso y siguieron citando supuestas evidencias para respaldar su testimonio, a pesar de estar conscientes de que éstas no eran cabales. También se rehusaron a cooperar con investigadores del Departamento de Estado que intentaban establecer los hechos del tiroteo de Ahuas.
Aunque gracias al informe de los inspectores generales se descubrieron las deplorables irregularidades cometidas por agentes policiales y funcionarios del gobierno de Estados Unidos, el análisis también deja sin respuesta algunas preguntas importantes.
Primero: ¿acaso los hallazgos de esta investigación reflejan patrones de comportamiento más amplios dentro de las instituciones estadounidenses que se dedican a la “guerra contra el narcotráfico” en el extranjero?
Aunque las unidades involucradas en la misión de Ahuas se han disuelto, muchos de los atroces actos documentados en la investigación implican a funcionarios estadounidenses de rangos medio y alto. El subsecretario actual de Asuntos Internacionales de Narcóticos y Aplicación de la Ley (INL, por su sigla en inglés) insistió mucho en que la DEA no cooperara con los investigadores y dijo que la investigación sería “engavetada”.
Segundo: ¿qué tan efectivo es el enfoque de “mano dura” y de militarización que acompaña la política antidroga y de seguridad que Estados Unidos impulsa en la región?
Dado el hermetismo que rodea a muchos programas de seguridad, es casi imposible evaluar su efectividad. Cientos de millones de dólares de fondos del gobierno de Estados Unidos se han destinado a la región a través de la opaca Iniciativa de Seguridad Regional de Centroamérica (Carsi, por su sigla en inglés) pero poco se conoce acerca del destino final y el impacto de estos fondos. Ahora, la ayuda para la seguridad en Centroamérica podría resultar aun más militarizada y menos transparente, pues la administración actual buscará que el financiamiento y las responsabilidades estén cada vez más en manos del Pentágono en vez del Departamento de Estado.
Aunque hay poca evidencia de que el enfoque actual haya detenido el flujo de drogas y haya reducido la violencia y otros factores que impulsan la migración de centroamericanos a Estados Unidos, no cabe duda de que ha contribuido en gran medida al tremendo sufrimiento de los habitantes de la región.
Una investigación reciente de ProPublica reveló que decenas fueron asesinados en Allende, México, después de que agentes de la DEA compartieron información confidencial acerca de un cartel de la droga con una unidad mexicana de policía, validada por Estados Unidos, la cual tiene una tendencia notoria a filtrar información. La misma DEA no ha investigado este incidente.
El aumento de fondos para la seguridad de Centroamérica por parte de Estados Unidos se ha unido a una mayor militarización, así como a reportes sobre la participación de las fuerzas de seguridad en el crimen organizado y en terribles abusos a los derechos humanos. Esto es particularmente cierto en Honduras, donde el ministro de Seguridad del país está presuntamente involucrado en el narcotráfico y militares entrenados por Estados Unidos hace poco estuvieron implicados en el asesinato de la renombrada activista ambiental Berta Cáceres. Decenas de legisladores estadounidenses han pedido la suspensión de cualquier ayuda de seguridad a Honduras.
Es hora de que el congreso y los estadounidenses echen un mejor vistazo a la asistencia de seguridad y reconsideren las políticas que impulsan la costosa guerra contra el narcotráfico por parte de Estados Unidos en la región. Las preguntas que plantea la investigación de los inspectores generales son un buen punto de inicio.
El congreso debe llevar a cabo su propio análisis exhaustivo de la efectividad de los programas de seguridad de Estados Unidos en América Latina, así como el sistema de unidades policiacas validadas por el país. Los legisladores también deben exigir información más detallada acerca de Carsi y otros programas poco transparentes, además de requerir que los parámetros con los que se mide el impacto de estos se hagan públicos.
Finalmente, el congreso debe considerar más investigaciones sobre el encubrimiento por parte de INL y la DEA en torno al tiroteo de mayo de 2012 y asegurar que los mecanismos de rendición de cuentas estén vigentes para prevenir que funcionarios de estas agencias actúen fuera del escrutinio. Los sobrevivientes y las familias de los difuntos deben recibir las indemnizaciones correspondientes. Además, deben considerarse sanciones contra quienes intentaron que el congreso y el pueblo no supieran lo que de verdad sucedió esa noche en Ahuas.